La palabra que mejor describe a José Pellicer (1912-1942) es la de revolucionario, calificativo relacionado con un estatus de prestigio que en la actualidad resulta de difícil comprensión, puesto que hoy el prestigio popular va ligado a la imagen más que al ejemplo y el valor de un hombre es determinado por su cotización en el espectáculo más que por el coraje o la integridad. Si dejamos hablar a los hechos, José Pellicer pertenece a la estirpe de los grandes hombres, aquellos que han querido acabar radicalmente con la injusticia y la explotación y han puesto toda su inteligencia y todo su empeño en ello, alcanzando en la tarea cotas muy altas. Su trayectoria al servicio de la revolución proletaria es suficientemente explicativa. Su adhesión a la causa revolucionaria fue tanto más sentida y verdadera por cuanto no estaba basada en motivos económicos, siendo de una familia con medios. Se hizo anarquista por idealismo; su entrega fue siempre altruista, pagando con su persona y buscando la dignidad de los débiles y oprimidos en el combate contra los poderosos y explotadores. Ejemplar como hombre de acción y como hombre de ideas, Pellicer alcanzó el rango de figura histórica al representar su persona la adecuación ideal entre el pensamiento emancipador de la clase oprimida y la lucha efectiva por su liberación. Fué atraído por el anarquismo en fecha temprana. En 1931, con tan sólo diecinueve años, era secretario del Ateneo de Divulgación Anarquista de Valencia. Su valía y arrojo le hicieron destacar entre los anarquistas valencianos ya que representó al Comité Regional de la Federación de Grupos de Levante en el Pleno Peninsular celebrado en Barcelona a finales de julio de 1932. Se afilió a la CNT ese mismo año como mecanógrafo. Su militancia revolucionaria fue incesante, participó en todas las luchas insurgentes de su tiempo, en las de 1993 y en la de 1934, padeciendo por ello persecución y cárcel. Merece destacarse su intento de sublevar el cuartel donde estaba movilizado en la huelga insurreccional de Manresa, en octubre de 1934, por lo que fue juzgado y sentenciado a la deportación. Sus compañeros le sacaron del barco que le debía llevar a Villa Cisneros. Hasta el 19 de julio se pasó el tiempo entrando y saliendo de la cárcel. Su militancia en el grupo “Nosotros” de la FAI, su actividad en los comités de defensa de la CNT y por encima de todo su intervención en la famosa Columna de Hierro, cuya sola mención hizo temblar durante meses a cuantos partidarios del orden opresivo en la modalidad que fuese la escuchaban. Con apenas unos centenares hombres más armados con el entusiasmo que con el material insuficiente conseguido en el asalto a los cuarteles de la Alameda de Valencia, Pellicer, Rafael “Pancho Villa”, Rodilla, Segarra y demás compañeros libraron batalla en Barracas, Sarrión y Puerto Escandón, haciendo retroceder a los fascistas hasta las puertas de Teruel. Quedó liberada del fascio una extensa zona, aliviándose la presión sobre Castellón y Sagunto. Entonces brilló no solo por su arrojo, sino por sus dotes de organizador y estratega de la revolución libertaria, tanto como empezaban a hacerlo Durruti, Máximo Franco o Francisco Maroto. Era culto, políglota, teóricamente preparado, con ideas muy claras a las que sabía dar una expresión incisiva, lo que unido a su alta estatura y voz segura, imponía a quien se le aproximara. Quienes le conocieron y compartieron sus ideas y objetivos le reconocían una dimensión humana y un carisma nada corrientes, virtudes que resaltaban más al acompañarse de un desinterés y de una humildad admirables. Las necesitó para encabezar una columna compuesta por gente que no reconocía ninguna autoridad y para dar sentido revolucionario a su ímpetu. La Columna de Hierro colaboró con los campesinos de los pueblos en los que se desplegó, mostrándoles la manera de ser libres. Las primeras experiencias de comunismo libertario tuvieron lugar al calor del combate de los milicianos. Más que ninguna otra, ni siquiera la Columna Durruti, la Columna de Hierro actuó a la vez como milicia de guerra y como organización revolucionaria: levantó actas de sus asambleas, publicó un diario (“Línea de Fuego”), distribuyó manifiestos y lanzó comunicados, porque necesitaba explicar sus acciones en la retaguardia y justificar sus movimientos y sus decisiones ante los trabajadores y los campesinos. Una organización tal predica con el ejemplo y deja constancia de él. Esa fue su principal particularidad, que Burnett Bolloten rescató en su libro “El Gran Camuflaje”.
Los historiadores se han portado muy mal con él por la sencilla razón de que jamás han contemplado la guerra civil como una revolución fallida, la última de las revoluciones sostenida por ideales emancipatorios, y han tratado de presentarla como un levantamiento militar y clerical contra un poder democrático legítimamente constituido. Obrando así, los historiadores tomaban partido por la República y oscurecían adrede el enfrentamiento feroz entre clases que subyacía debajo del manto político republicano. La acción independiente y revolucionaria de toda una clase histórica, el proletariado, fue ninguneada, y con ella sus mejores logros sociales y sus figuras más señeras. Incluso el dolor y sufrimiento de las víctimas fue obviado. Las fosas comunes sólo se han abierto casi treinta años después de muerto Franco. El interés político de los futuros dirigentes posfranquistas requería una amnesia social y sus historiadores se la servían en bandeja. La democracia española se edificó con el olvido.
Tampoco, y eso es más grave, los libertarios de ahora han prestado demasiada atención a sus héroes, fuera de la deplorable santificación de Durruti. Empeñados en hacer de él un mito, acabaron por matar al revolucionario. Es tan comprensible como lo anterior. El peso del pasado es demasiado fuerte para los libertarios actuales, que se desconciertan y deprimen ante sus responsabilidades históricas. Por eso se sienten cómodos con renegados patéticos como García Oliver, heroicos moderados como Juan Peiró, o huecos figurones como Federica Montseny. Además, no hay que pasar por alto el hecho de que muchos cenetistas tuvieron bien poco de revolucionarios y su actuación, a la luz de la historia, resulta en efecto descorazonadora y desconcertante. Si añadimos a ello el hecho de que importantes cenetistas valencianos como Juan López y los seguidores del manifiesto de los Cinco Puntos colaboraron en los años sesenta con el franquismo, no nos extrañará que José Pellicer resulte indigerible para muchos de sus correligionarios. Sus propias virtudes le perjudicaban porque reflejaban los peores defectos de sus adversarios dentro de la CNT. La integridad de Pellicer hacía más lamentables sus ambiciones y más vergonzosas sus capitulaciones.
Sabido es que el movimiento libertario se encontraba profundamente dividido en cuanto a principios, tácticas y finalidades, y el Congreso de Zaragoza no consiguió zanjar la cuestión. Cuando se levantaron los fascistas el 18 de julio, rápidamente se dibujaron entre los anarcosindicalistas dos líneas de actuación antagónicas, una posibilista y contemporizadora y la otra idealista y revolucionaria. En esta estuvo Pellicer, como, dado su talante, no podía ser de otra forma. En Valencia las dos posiciones, representadas por el Comité de Huelga, sindicalista, y por el Comité de Defensa, faísta, despuntaron desde el primer día. Tras la toma de los cuarteles ambas tendencias encontraron su camino sin estorbarse; la una reconstruyó la legalidad republicana a través del Comité Ejecutivo Popular, órgano autónomo que incorporaba en clave política a la nueva realidad representada por la irrupción de la CNT y la UGT. La otra creó por un lado comités de base que pasaron a controlar fabricas y pueblos, y por el otro, organizó las columnas de milicianos que contuvieron a los militares en Teruel, Andalucía y Madrid. José Pellicer representa al empuje revolucionario de los trabajadores y campesinos valencianos; Juan López, su contrafigura, representa la habilidad política de la burocracia libertaria en ciernes, buscando aposentarse en la gestión de las parcelas de poder conquistado, especialmente en el campo económico. La tendencia contemporizadora de la CNT, mayoritaria entre los militantes valencianos, transigirá con las formas de autoridad y legalidad burguesas con tal de participar en ellas, mientras que la tendencia revolucionaria se estancará en el frente falta de armas y demás pertrechos de guerra, descubriendo una retaguardia donde todo continuaba como antes, sin el menor atisbo de espíritu revolucionario. Las justicieras expediciones a la retaguardia de la Columna de Hierro en busca de armas en las casernas de la Guardia Civil o de la nueva policía comunista Guardia Popular, por no hablar de la quema de archivos o los asaltos a las audiencias, pusieron a los dirigentes colaboracionistas de la CNT en mala postura frente a los demás socios políticos. Entonces dejaron solos a los revolucionarios frente a la legalidad republicana reconstruida y armada. El resultado fue la masacre del 30 de diciembre en la Plaza de Tetuán en la que el mismo Pellicer salió herido, prefiguración bien adelantada de los hechos de Mayo en Barcelona. Treinta anarquistas fueron asesinados y más de ochenta heridos sin que los representantes oficiales de la CNT hiciesen otra cosa que lamentarlo. Los revolucionarios se vieron atrapados en el chantaje moral a que les sometía su propia Organización: si abandonaban el frente para vengarse provocarían una guerra civil en el bando republicano que iba a dar la victoria al fascismo. No quedaba sino posponer el desquite para tiempos mejores. Pero al ceder en ese punto hubieron de ceder en todos. En la disolución de los comités, en la entrada en el gobierno de cuatro ministros anarquistas, en el desarme de los campesinos colectivistas y en la militarización de las columnas. De nuevo el chantaje: o atemperarse o desaparecer. La militarización fue acordada con noventa y dos miembros de la Columna de Hierro presos en las Torres de Quart por los sucesos de Vinalesa, entre ellos Pedro Pellicer, su hermano, responsable del cuartel de Las Salesas. Sin embargo sería injusto decir que José Pellicer se plegó a las circunstancias como por ejemplo sugiere Mera en sus memorias. En el seno de la misma FAI, Pellicer, como miembro del grupo “Nosotros” pugnó por la conducta orgánica más acorde con las ideas de liberación y no aceptó las alianzas con los otros sectores autodenominados antifascistas sino transitoriamente, por imperativos de guerra. Con fondos de la columna, sus compañeros fundaron el diario “Nosotros”, dotando a los grupos anarquistas valencianos de la mejor publicación ácrata que haya habido en la península. “Nosotros” no se atuvo a las directivas oficiales mientras fue controlado por el grupo de Pellicer, y fue portavoz del mejor espíritu revolucionario anarquista hasta que la FAI se transformó en partido político y el Comité Peninsular lo escogió como vocero, apoderándose de él a través de arteras maniobras en los plenos.
Los revolucionarios fueron sustituidos por burócratas, y los que no se refugiaron en sus sindicatos lo hicieron en sus unidades militarizadas esperando tiempos propicios. Pero los buenos tiempos de la revolución jamás volvieron. Pellicer fue herido en Albarracín y separado de la brigada 83, la antigua Columna de Hierro, cosa que aprovecharon los comunistas, mucho más fuertes en el gobierno de Negrín, para detenerle mediante agentes del SIM y llevarle de checa en checa. No se atrevieron a asesinarle como hicieron con Andrés Nin y tras nueve meses consiguió salir de la checa de la calle Valmajor de Barcelona. En octubre de 1938 fue reintegrado en el Ejército Popular al frente de la brigada 129, pero los comunistas lograron relegarle al mando de un batallón. La partición de la España republicana le pilló en la zona centro. En los últimos días de la guerra, ya en Alicante, se preocupará, como siempre, de poner a salvo a los demás, aun a costa de su persona. Detenido por los italianos, fue delatado y salvajemente golpeado por los vencedores. En su traslado a Valencia sufrió varios simulacros de fusilamiento. Durante tres años fue llevado de una prisión a otra. No tuvieron bastante con las torturas y ya que no pudieron destruir su hombría y entereza con palizas y humillaciones lo intentaron con la más pérfida de las maniobras: trataron de corromperle a cambio de perdonarle la vida. Le ofrecieron ir a combatir a los rusos. No sabían sus verdugos que alguien como Pellicer no se vendía, que no había nada en el mundo con qué comprar su honor. Pellicer se enfrentó a la muerte con serenidad. Fue fusilado en Paterna, junto a su hermano Pedro, compañero de lucha. Aunque hoy tenga tan poco sentido el valor, quizás porque no tenga precio, que quien sienta vibrar en su interior la llama de la rebeldía intente comprender que ese día murieron dos valientes. Sin embargo sus ejecutores no lograrían matar al símbolo, puesto que los hermanos Pellicer simbolízan el lado invencible de la revolución: la conciencia insobornable y el anhelo de libertad.
Ningún poeta ha cantado las hazañas o el calvario de José Pellicer, tan cierto es que la poesía abdicó su función liberadora al postrarse ante la pistola de Líster. Tampoco la vida heroica de José Pellicer no tiene interés para los historiadores que ignoran la revolución social y se limitan a arreglar las apariencias para restar legitimidad al franquismo y poco más. Menós interés si cabe mostrarán los herederos del anarquismo de Estado, los hinchas de aquellos traidores de antaño, adalides de la colaboración de clases, para quienes el pasado es algo brumoso cuyas verdades han de ser explicadas a los legos desde el templo de la ortodoxia circunstancialista y del santoral orgánico. Pero para los revolucionarios, o simplemente, para los partidarios de la verdad, para aquellos que no ven en la ideología anarquista algo pintoresco e inofensivo con que entretenerse, mantener en el olvido la memoria de José Pellicer es más que un crimen; es la peor ofensa que se puede cometer contra los ideales por los que luchó y murió. Nadie puede considerarse, en Valencia sobre todo, anarquista, y por ende, revolucionario, sin tener presente el ejemplo del mejor de todos los anarquistas y del mayor de todos los revolucionarios. La memoria es de lo único que no pueden prescindir los idearios derrotados. Es lo único que puede guiar en el presente a quienes los profesan. Por lo tanto, en lo que concierne al patrimonio humano de la revolución española, ignorada por la mayoría, combatida por todas las fuerzas del orden burgués, abandonada por el proletariado europeo y traicionada por unos cuantos que debieron defenderla, la biografía de José Pellicer es la asignatura pendiente.
Los historiadores se han portado muy mal con él por la sencilla razón de que jamás han contemplado la guerra civil como una revolución fallida, la última de las revoluciones sostenida por ideales emancipatorios, y han tratado de presentarla como un levantamiento militar y clerical contra un poder democrático legítimamente constituido. Obrando así, los historiadores tomaban partido por la República y oscurecían adrede el enfrentamiento feroz entre clases que subyacía debajo del manto político republicano. La acción independiente y revolucionaria de toda una clase histórica, el proletariado, fue ninguneada, y con ella sus mejores logros sociales y sus figuras más señeras. Incluso el dolor y sufrimiento de las víctimas fue obviado. Las fosas comunes sólo se han abierto casi treinta años después de muerto Franco. El interés político de los futuros dirigentes posfranquistas requería una amnesia social y sus historiadores se la servían en bandeja. La democracia española se edificó con el olvido.
Tampoco, y eso es más grave, los libertarios de ahora han prestado demasiada atención a sus héroes, fuera de la deplorable santificación de Durruti. Empeñados en hacer de él un mito, acabaron por matar al revolucionario. Es tan comprensible como lo anterior. El peso del pasado es demasiado fuerte para los libertarios actuales, que se desconciertan y deprimen ante sus responsabilidades históricas. Por eso se sienten cómodos con renegados patéticos como García Oliver, heroicos moderados como Juan Peiró, o huecos figurones como Federica Montseny. Además, no hay que pasar por alto el hecho de que muchos cenetistas tuvieron bien poco de revolucionarios y su actuación, a la luz de la historia, resulta en efecto descorazonadora y desconcertante. Si añadimos a ello el hecho de que importantes cenetistas valencianos como Juan López y los seguidores del manifiesto de los Cinco Puntos colaboraron en los años sesenta con el franquismo, no nos extrañará que José Pellicer resulte indigerible para muchos de sus correligionarios. Sus propias virtudes le perjudicaban porque reflejaban los peores defectos de sus adversarios dentro de la CNT. La integridad de Pellicer hacía más lamentables sus ambiciones y más vergonzosas sus capitulaciones.
Sabido es que el movimiento libertario se encontraba profundamente dividido en cuanto a principios, tácticas y finalidades, y el Congreso de Zaragoza no consiguió zanjar la cuestión. Cuando se levantaron los fascistas el 18 de julio, rápidamente se dibujaron entre los anarcosindicalistas dos líneas de actuación antagónicas, una posibilista y contemporizadora y la otra idealista y revolucionaria. En esta estuvo Pellicer, como, dado su talante, no podía ser de otra forma. En Valencia las dos posiciones, representadas por el Comité de Huelga, sindicalista, y por el Comité de Defensa, faísta, despuntaron desde el primer día. Tras la toma de los cuarteles ambas tendencias encontraron su camino sin estorbarse; la una reconstruyó la legalidad republicana a través del Comité Ejecutivo Popular, órgano autónomo que incorporaba en clave política a la nueva realidad representada por la irrupción de la CNT y la UGT. La otra creó por un lado comités de base que pasaron a controlar fabricas y pueblos, y por el otro, organizó las columnas de milicianos que contuvieron a los militares en Teruel, Andalucía y Madrid. José Pellicer representa al empuje revolucionario de los trabajadores y campesinos valencianos; Juan López, su contrafigura, representa la habilidad política de la burocracia libertaria en ciernes, buscando aposentarse en la gestión de las parcelas de poder conquistado, especialmente en el campo económico. La tendencia contemporizadora de la CNT, mayoritaria entre los militantes valencianos, transigirá con las formas de autoridad y legalidad burguesas con tal de participar en ellas, mientras que la tendencia revolucionaria se estancará en el frente falta de armas y demás pertrechos de guerra, descubriendo una retaguardia donde todo continuaba como antes, sin el menor atisbo de espíritu revolucionario. Las justicieras expediciones a la retaguardia de la Columna de Hierro en busca de armas en las casernas de la Guardia Civil o de la nueva policía comunista Guardia Popular, por no hablar de la quema de archivos o los asaltos a las audiencias, pusieron a los dirigentes colaboracionistas de la CNT en mala postura frente a los demás socios políticos. Entonces dejaron solos a los revolucionarios frente a la legalidad republicana reconstruida y armada. El resultado fue la masacre del 30 de diciembre en la Plaza de Tetuán en la que el mismo Pellicer salió herido, prefiguración bien adelantada de los hechos de Mayo en Barcelona. Treinta anarquistas fueron asesinados y más de ochenta heridos sin que los representantes oficiales de la CNT hiciesen otra cosa que lamentarlo. Los revolucionarios se vieron atrapados en el chantaje moral a que les sometía su propia Organización: si abandonaban el frente para vengarse provocarían una guerra civil en el bando republicano que iba a dar la victoria al fascismo. No quedaba sino posponer el desquite para tiempos mejores. Pero al ceder en ese punto hubieron de ceder en todos. En la disolución de los comités, en la entrada en el gobierno de cuatro ministros anarquistas, en el desarme de los campesinos colectivistas y en la militarización de las columnas. De nuevo el chantaje: o atemperarse o desaparecer. La militarización fue acordada con noventa y dos miembros de la Columna de Hierro presos en las Torres de Quart por los sucesos de Vinalesa, entre ellos Pedro Pellicer, su hermano, responsable del cuartel de Las Salesas. Sin embargo sería injusto decir que José Pellicer se plegó a las circunstancias como por ejemplo sugiere Mera en sus memorias. En el seno de la misma FAI, Pellicer, como miembro del grupo “Nosotros” pugnó por la conducta orgánica más acorde con las ideas de liberación y no aceptó las alianzas con los otros sectores autodenominados antifascistas sino transitoriamente, por imperativos de guerra. Con fondos de la columna, sus compañeros fundaron el diario “Nosotros”, dotando a los grupos anarquistas valencianos de la mejor publicación ácrata que haya habido en la península. “Nosotros” no se atuvo a las directivas oficiales mientras fue controlado por el grupo de Pellicer, y fue portavoz del mejor espíritu revolucionario anarquista hasta que la FAI se transformó en partido político y el Comité Peninsular lo escogió como vocero, apoderándose de él a través de arteras maniobras en los plenos.
Los revolucionarios fueron sustituidos por burócratas, y los que no se refugiaron en sus sindicatos lo hicieron en sus unidades militarizadas esperando tiempos propicios. Pero los buenos tiempos de la revolución jamás volvieron. Pellicer fue herido en Albarracín y separado de la brigada 83, la antigua Columna de Hierro, cosa que aprovecharon los comunistas, mucho más fuertes en el gobierno de Negrín, para detenerle mediante agentes del SIM y llevarle de checa en checa. No se atrevieron a asesinarle como hicieron con Andrés Nin y tras nueve meses consiguió salir de la checa de la calle Valmajor de Barcelona. En octubre de 1938 fue reintegrado en el Ejército Popular al frente de la brigada 129, pero los comunistas lograron relegarle al mando de un batallón. La partición de la España republicana le pilló en la zona centro. En los últimos días de la guerra, ya en Alicante, se preocupará, como siempre, de poner a salvo a los demás, aun a costa de su persona. Detenido por los italianos, fue delatado y salvajemente golpeado por los vencedores. En su traslado a Valencia sufrió varios simulacros de fusilamiento. Durante tres años fue llevado de una prisión a otra. No tuvieron bastante con las torturas y ya que no pudieron destruir su hombría y entereza con palizas y humillaciones lo intentaron con la más pérfida de las maniobras: trataron de corromperle a cambio de perdonarle la vida. Le ofrecieron ir a combatir a los rusos. No sabían sus verdugos que alguien como Pellicer no se vendía, que no había nada en el mundo con qué comprar su honor. Pellicer se enfrentó a la muerte con serenidad. Fue fusilado en Paterna, junto a su hermano Pedro, compañero de lucha. Aunque hoy tenga tan poco sentido el valor, quizás porque no tenga precio, que quien sienta vibrar en su interior la llama de la rebeldía intente comprender que ese día murieron dos valientes. Sin embargo sus ejecutores no lograrían matar al símbolo, puesto que los hermanos Pellicer simbolízan el lado invencible de la revolución: la conciencia insobornable y el anhelo de libertad.
Ningún poeta ha cantado las hazañas o el calvario de José Pellicer, tan cierto es que la poesía abdicó su función liberadora al postrarse ante la pistola de Líster. Tampoco la vida heroica de José Pellicer no tiene interés para los historiadores que ignoran la revolución social y se limitan a arreglar las apariencias para restar legitimidad al franquismo y poco más. Menós interés si cabe mostrarán los herederos del anarquismo de Estado, los hinchas de aquellos traidores de antaño, adalides de la colaboración de clases, para quienes el pasado es algo brumoso cuyas verdades han de ser explicadas a los legos desde el templo de la ortodoxia circunstancialista y del santoral orgánico. Pero para los revolucionarios, o simplemente, para los partidarios de la verdad, para aquellos que no ven en la ideología anarquista algo pintoresco e inofensivo con que entretenerse, mantener en el olvido la memoria de José Pellicer es más que un crimen; es la peor ofensa que se puede cometer contra los ideales por los que luchó y murió. Nadie puede considerarse, en Valencia sobre todo, anarquista, y por ende, revolucionario, sin tener presente el ejemplo del mejor de todos los anarquistas y del mayor de todos los revolucionarios. La memoria es de lo único que no pueden prescindir los idearios derrotados. Es lo único que puede guiar en el presente a quienes los profesan. Por lo tanto, en lo que concierne al patrimonio humano de la revolución española, ignorada por la mayoría, combatida por todas las fuerzas del orden burgués, abandonada por el proletariado europeo y traicionada por unos cuantos que debieron defenderla, la biografía de José Pellicer es la asignatura pendiente.
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